El 25 de julio de 2025, ARMSTUDIO convirtió el Espacio Odeón —esa mole brutalista en el corazón de Bogotá— en algo que pocas veces ocurre en esta ciudad: un lugar que invitaba a sentir. No fue un evento, fue una pausa colectiva. Durante doce horas, más de 400 personas se movieron entre luces, tejidos, plantas y sonidos, como si el concreto del teatro hubiera recordado que alguna vez estuvo vivo. Dos pasarelas, un performance, una exposición artística, una instalación vegetal y piezas de mobiliario convirtieron el espacio en un territorio compartido donde lo humano, lo natural y lo construido dejaron de pelear, al menos por un rato.

La idea que impulsó todo era simple, pero incómoda: la ciudad nos moldea más de lo que creemos. Bogotá crece hacia arriba y hacia afuera, sin preguntarse si quienes la habitan están creciendo también. Los edificios se multiplican, las avenidas se ensanchan, y sin embargo algo se estrecha por dentro: la capacidad de sentir el entorno. Vivimos en una ciudad diseñada para pasar de largo. Muros, rejas, vías rápidas… Todo parece decirnos que no nos detengamos. Que no miremos. Que no toquemos. Y lo peor es que obedecemos.


En Bogotá uno camina como si no existiera. El cuerpo se vuelve automático, un mecanismo defensivo para sobrevivir a una ciudad que agrede sin darse cuenta: señales visuales saturadas, ruido sin descanso, transeúntes apurados, la ira que se respira en el tráfico. Con las obras del metro —que se anuncian como símbolo de “desarrollo”— volvió a ocurrir lo mismo: se priorizó mover cuerpos, no habitarlos. Se levantan estructuras que no reconocen los múltiples usos del espacio, y en los pliegues de esas nuevas infraestructuras aparecen los espacios residuales, esos no lugares donde nacen la indigencia, el miedo, el robo. El progreso, otra vez, para unos; el destierro silencioso, para otros.

Frente a ese escenario, ARMSTUDIO eligió otra respuesta. No desde la denuncia, sino desde la creación. El evento no quiso explicar la ciudad: quiso sentirla. Las plantas no estaban ahí para decorar, sino para recordarnos que lo vivo también resiste. El mobiliario no era un objeto, sino una pregunta sobre cómo habitamos. La moda no se presentaba para la mirada, sino para el cuerpo y el territorio. Cada decisión era una invitación a reconciliar lo urbano con lo natural, a cuestionar esa idea de que lo artificial es progreso y lo vivo es obstáculo.


A lo largo de la noche, algo se volvió evidente: la ciudad también respira cuando la habitamos juntos. La tensión entre cuerpo y estructura; entre lo frágil y lo industrial; entre lo bordado y lo digital; entre el concreto y la planta. Todo estaba ocurriendo al mismo tiempo, como ocurre realmente en Bogotá, pero esta vez no para agredir, sino para dialogar. Cuando los DJs hicieron vibrar el Odeón, la arquitectura dejó de ser un monumento duro y se volvió organismo. Ya no había que sobrevivir al espacio: se podía estar.
Sin embargo, la experiencia no era un escape romántico. Todo lo contrario. Era una forma de revelar lo que la ciudad intenta esconder bajo la velocidad: que la urbanización no es neutra. Que no todos habitan Bogotá de la misma manera. Que mientras algunos ascienden en torres de cristal, otros levantan sus casas con las manos porque nadie más lo hará. Que los cerros están ahí, pero cada vez más lejos. Que los animales urbanos son bienvenidos solo cuando no interrumpen la lógica humana. Como escribió Hagan (2011), la tarea de la ciudad contemporánea no es seguir creciendo, sino “reconciliar lo ecológico con lo humano”; recordar que sin lo vivo, lo urbano se pudre.


Esa fue la apuesta de ARMSTUDIO: no construir una fantasía, sino una posibilidad. En el Odeón, el concreto se mezcló con el verde, la arquitectura se volvió piel y la estética se transformó en pensamiento. Lo que se generó no fue espectáculo, sino memoria corporal. Un recordatorio de que habitar no es ocupar un espacio, sino afectarlo y dejarse afectar por él.

En definitiva, la experiencia propuso algo que parece simple, pero que Bogotá olvida con frecuencia: que la ciudad no debería doler. Que el futuro urbano no se sostiene solo con cemento, sino con sensibilidad, con vínculos, con la voluntad de ver al otro. Quizás por eso, días después del evento, aún resuena lo que allí se sintió: que no basta con mirar la ciudad; hay que escucharla, tocarla, desacelerarla. Hay que permitirle que vuelva a respirarnos.

Deja una respuesta